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MASCARILLAS AL USO

Cierto anonimato descansa tras la mascarilla. De diferentes tamaños, colores, tejidos y confecciones tras ellas se mueve uno con cierta calma de no ser reconocido. Y no es que se trate de preservarse de la sociabilidad, no, sino que tras tanta exposición al peligro del bicho maldito, la máscara es al menos , un algo real, físico, concreto y cierto, capaz de protegernos del contagio.

La salud y sobre todo la salud mental y emocional de la ciudadanía está sufriendo, desde hace casi cuatro meses, un trasiego importante.

Desde hace cuatro meses bailamos por un sinfín de emociones distintas y diversas que pasan de un color a otro sin tiempo para el análisis ni la reflexión. Impactados ante el peligro y el pánico a morir, nos encerramos en los domicilios. Algunos murieron en salas de hospitales llenas de profesionales de la salud y la limpieza, administrativas y celadoras, todas ellas personas que se unían, intercambiaban sus funciones laborales con un único objetivo: salvar vidas.

Las escuelas y universidades cerraron, despidieron al alumnado y lo citaron telemáticamente, los pequeños negocios bajaron las persianas hasta nuevo aviso del estado de alarma, el teletrabajo se instauró en muchos domicilios con familias confinadas. Y el miedo, la frustración y la impotencia, también.

Ahora, tras cuatro meses de impacto emocional vamos desescalando rutinas, hábitos, relaciones y con todo ello, desescalamos y desconfinamos sentimientos, actitudes y emociones que se habían quedado replegadas tras la mascarilla, tras el corazón , tras la rabia y el enfado de saberse vapuleado por el peligro y la muerte, no sólo física, también social y económica.

Y ahí está la mascarilla. Una , única, concreta, pequeña, tangible, lavable y que nos protege. La mascarilla que permite que nos emocionemos sin que se vea, que permite que nuestros ojos se llenen de lágrimas sin que se note, que permite que nos sonrojemos sin ser descubiertos por el otro. La mascarilla que protege de contagios desafortunados de una pandemia que todavía, ahora, no sabemos su alcance. Ni sanitario, ni social, ni económico.

Niños y niñas, a partir de seis años, la llevan a conjunto con la camiseta. Como si de piratillas se tratara, para ellos es divertido y diferente, pero cuando les miras te das cuenta de que todo ha cambiado. La sociedad se protege del contagio y de la muerte. De nuevos brotes y de nuevos confinamientos acotados y discretos.

Tristeza, congoja, incertidumbre, un baile de emociones que no encuentran pareja con quien danzar porqué la distancia nos separa obligatoriamente. Miradas por encima del borde y el repliegue de la mascarilla nos dejan ver los ojos del otro, nos dejan intuir si quiere un abrazo o lo rechaza, si quiere ser visto o prefiere la ausencia de la mirada, si quiere ser reconocido o prefiere el anonimato a que contribuye el uso de la mascarilla.

Aprendemos nuevas formas de relacionarnos desde el respeto de lo que el otro quiere y desea, desde la distancia que el otro marca o diluye, desde la esperanza de que el otro desee nuestro encuentro, desee nuestra presencia y desee nuestro abrazo.

Y todo ello a un ritmo más lento del de la vorágine vital de la que veníamos. Quizás estos nuevos hábitos de protección, de distancia física al uso, de relaciones virtuales que nos acercan a gente querida que vive lejos nos está aportando la capacidad de parar, pensar en el otro, reflexionar cómo queremos relacionarnos y cómo y hasta dónde desea relacionarse el otro con nosotros.

Quizás ahora, que hace ya cuatro meses que hemos incorporado en nuestras vidas el uso de la mascarilla, que después de olvidárnosla cincuenta mil veces en casa, decidimos comprarnos una para cada bolso, mochila o pantalón, quizás ahora que hemos decidido asegurar nuestras vidas con el uso diario de la mascarilla vemos que hay otros muchos beneficios relacionales que posiblemente generen relaciones interpersonales más sanas, respetuosas, lentas y de mayor cuidado y respeto hacia el otro.

Quizás inicialmente nos quejábamos porque teníamos que subir el tono de voz y gritar para ser entendidos con la sensación que generaba el hablar a gritos, quizás con la mascarilla estamos aprendiendo a hablar de uno en uno, dejando el tiempo necesario para escuchar al otro sin sentir la obligación de contestar sino de entenderle.

Quizás la mascarilla nos está protegiendo del contagio y contagiándonos otras formas de relacionarnos, más cuidadoras de las necesidades de uno y más alentadoras a cuidar del otro desde el respeto y la distancia que este desea.

Barcelona, 4 julio 2020

 

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